Dos años después de mi regreso a Extremo
Oriente, en 1911, fui invitado un día a una fiesta al aire libre en casa de un
amigo artista de Tokio. Veinte o treinta pintores, actores, escritores, etc.,
estaban reunidos, sentados en el suelo de una gran habitación para el té; se
veían pinceles y platillos conteniendo colores esparcidos por todas partes, y
al poco rato entregaron unas vasijas de cerámica sin esmalte, para que
escribiéramos o pintáramos algo en ellas. Casi todos los japoneses bien educados
son suficientemente hábiles con el pincel para poder escribir una frase cursiva
decorativa, de gran belleza a los ojos occidentales, e incluso muchos de ellos
también pueden pintar. Se me dijo que en el transcurso de una hora estas
cerámicas serían esmaltadas y después cocidas en un pequeño horno portátil, que
un hombre estaba alimentando con carbón en el jardín, algunos metros más allá
de la terraza. Luché con mis pinturas y los extraños pinceles largos, se
llevaron después mis dos vasijas, las sumergieron en un cubo lleno de barniz de
plomo blanco cremoso y las colocaron alrededor del techo del horno, para
calentarlas y secarlas durante algunos minutos antes de introducirlas
cuidadosamente, con unas tenazas de largos brazos, en la caja interior del
horno o mufla. Aunque esta cámara estaba ya a la temperatura de rojo naciente',
las vasijas no se quebraron. Se colocaron unas tapas de refractario encima del
horno y el ceramista atizó el combustible hasta que saltaron chispas. Al cabo
de media hora el interior de la mufla se puso gradualmente al rojo claro y pudo
verse el barniz de nuestras vasijas a través de la mirilla, fundidas y
brillantes. Se retiraron las tapas y se sacaron una a una las relucientes
vasijas, que colocaron sobre baldosas. Su brillo fue atenuándose lentamente y
aparecieron los verdaderos colores, mientras se producían curiosos ruidos,
leves, secos y tintineantes y el esmalte iba cuarteándose por efecto del
enfriamiento y la contracción. Transcurrieron otros cinco minutos y pudimos
coger cautelosamente nuestras vasijas.
Como resultado de esta experiencia, debió despertarse en mí un impulso
adormecido, pues empecé enseguida a buscar un maestro. Poco después encontré
uno en Ogata Kenzan, anciano bondadoso y pobre, arrinconado por el nuevo
comercialismo de la era Meiji. A la sazón vivía en una casita de los barrios
bajos del norte de Tokio. Por él aprendí cómo hacer raku y gres de acuerdo con
la tradición japonesa. Sin ninguna duda, la mayoría de las obras atribuidas al
«Primer Kenzan» en nuestras colecciones occidentales, fueron en realidad hechas
por él o por su inmediato predecesor Kenya. Todavía nuestro anciano, como todos
los artesanos orientales, se sentía perdido cuando se apartaba de la tradición
y cedía a la influencia de Occidente. Más tarde me puse de acuerdo con él para
que me construyera un horno en mi jardín, me revelara sus fórmulas
tradicionales y me guiara durante dos años. Pasé nueve años seguidos en Japón y
China, cada vez consagrando más horas de mi tiempo a mi nueva vocación, recogiendo
ideas de todas las fuentes que se ponían a mi alcance, y sometiéndolas a la
prueba final del fuego. El raku tiene dos desventajas que deben mencionarse
junto a aquellas cualidades que obviamente lo hacen recomendable al artista, al
artesano y a la escuela: poroso cuando nuevo, y relativamente frágil; con el
uso y el tiempo los poros de la pasta y las figuras del barniz se van tapando
gradualmente, de tal forma que es por tal razón que a veces dejan de producirse
las huellas de humedad que transpiran las vasijas por su base sobre una
superficie pulimentada. Su fragilidad, debida a la baja temperatura de cocción,
requiere que las paredes, las asas y los pitorros sean bastante gruesos. Por
esta razón no es aconsejable hacer en raku los finos juegos de mesa. Una
cocción preliminar del bizcocho a más alta temperatura fortalecerá la pasta,
pero a expensas del carácter blando característico de este barniz y de su
aspecto agrietado. Los japoneses fabrican cerámica de esta clase, usando
barnices coloreados blandos sobre un bizcocho cocido a temperatura de gres, y
la denominan «Kochi» (cerámicas de Cochin-China); pero para realizar este tipo
de cerámica se necesita un horno que alcance altas temperaturas."
Bernard Leach
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