
El hogar
estaba a un tercio de la longitud total de la habitación, en el centro. Allí
junto a un pequeño fuego se alineaban una docena de cafeteras; en las de mayor
tamaño, de unos sesenta centímetros de altura, y siguiendo los usos árabes, se
vaciaban los posos de los cocciones anteriores; el líquido descolorido se
utilizaba para llenar las otras cafeteras. Siempre se preparaba café, en las
cafeteras pequeñas, a la llegada de cualquier huésped de importancia. Un
anciano vestido con una larga camisa blanca, la única persona aparta de mí que
no llevaba manto, se encargó de la preparación siguiendo un ritual de siglos. En
cuanto los granos estuvieron tostados, los trituró en un pequeño mortero de
cobre, marcando un ritmo preciso al hacerlo. Este agradable sonido era una
señal de que se servía café en la casa de invitados del jeque, y una invitación
para cualquier hombre que lo oyese. Luego, sosteniendo la cafetera en la mano
izquierda y en la derecha dos pequeños cuencos de porcelana, apenas mayores que
hueveras, sirvió unas cuantas gotas en la primera taza y se la ofreció a Falih,
quien le dijo que me sirviera a mí primero. Yo a mi vez me negué. Pero cuando
Falih insistió, bebí mientras el anciano se servía una segunda taza. El café
tenía un sabor fuerte y amargo. Conocedor de las costumbres árabes, acepté tres
tazas antes de darle una ligera sacudida en señal de que ya había tomado el
suficiente. El hombre del café recorrió despacio la habitación sirviendo a los
demás por orden de importancia.
Los árabes de las Marismas (Wilfred Thesiger)
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